Lo que van a leer a continuación es el trabajo que hicimos para lanzar «Sala de Diálisis» un módulo del software Eira para gestionar salas de diálisis:

Primera Parte: Mirtha Giovanolli

Mirtha Giovanolli nació una tarde de primavera en 1946, en una pequeña aldea a las afueras de Catanzaro, en el sur de Italia. Era la sexta de siete hermanos, todos criados en una casa de piedra con paredes gruesas y ventanas pequeñas que apenas dejaban entrar la luz del sol. Su infancia estuvo marcada por el campo abierto, el aroma a olivos y el sonido de las risas infantiles corriendo entre las hileras de viñedos.

Desde muy pequeña, Mirtha fue una niña de carácter fuerte, con un espíritu inquieto y una imaginación desbordante. Pasaba los días jugando con sus hermanos, inventando historias sobre piratas escondidos en los montes o exploradores en busca de tesoros. En el verano, el sol doraba su piel y endurecía sus pies, acostumbrados a correr descalzos por la tierra seca y caliente.

Pero no todo era felicidad. En casa, la comida escaseaba. La guerra había dejado cicatrices profundas en su pueblo, y aunque la familia Giovanolli trabajaba la tierra con esfuerzo, el alimento nunca alcanzaba del todo. Eso la llevaba a trepar con cuidado a los árboles vecinos y arrancaba dos o tres duraznos y se los comía con el jugo escurriendo por la barbilla, disfrutando del dulzor que en su casa escaseaba.

Los días pasaban entre juegos y responsabilidades. Su madre y sus hermanas mayores tejían y cosían en el patio, mientras su padre y los hermanos varones trabajaban en la tierra. Cuando llegaba la hora de la cena, la familia se reunía en torno a la mesa de madera larga. Eran tiempos duros, pero en aquellos primeros años, Mirtha sentía que nada podía romper la felicidad de su mundo.

Sin embargo, el destino tenía otros planes. La noticia de que algunos de sus hermanos partirían a Argentina fue el primer golpe a esa infancia despreocupada. Primero se fue el mayor, en un viaje largo y silencioso que dejó la casa un poco más vacía. Luego, con los años, vino la decisión definitiva: la familia debía dividirse en dos grupos y viajar a Buenos Aires. Mirtha tenía apenas ocho años cuando le dijeron que dejarían su hogar. Se aferró a la idea de que sería una aventura, pero en el fondo sentía miedo. ¿Cómo sería ese otro país? ¿Qué pasaría con su hermano que se quedaba?

El día de la partida, Mirtha llenó los bolsillos de su vestido con duraznos. Era su manera de llevarse un pedacito de su infancia con ella.

Segunda Parte: Guillermo Pianttuti

Guillermo Pianttuti siempre tuvo claro que su vocación era la medicina. Desde niño, le fascinaban los libros de anatomía de su padre, que no era médico, pero guardaba en casa un par de tomos antiguos sobre el cuerpo humano. Se pasaba las tardes hojeándolos, imaginando que algún día salvaría vidas con sus propias manos. Con el tiempo, esa curiosidad infantil se transformó en una convicción firme: se dedicaría a la medicina y lo haría con la misma entrega con la que su familia había construido su vida en Argentina.

Era nieto de inmigrantes italianos, de aquellos que llegaron a Buenos Aires con más sueños que certezas. Su abuela Sandina, a quien todos llamaban Nonna, le contaba historias de su pueblo en el sur de Italia, de los días en que el mar parecía no tener fin y de cómo aprendió a amasar pan en la cocina de su madre. Guillermo la escuchaba con devoción, fascinado por ese mundo que él nunca había visto, pero que sentía suyo de alguna manera.

Creció en un hogar donde el trabajo era la regla y la familia, el refugio. Su padre era comerciante, su madre, maestra. Fueron ellos quienes le enseñaron que los sueños no se cumplen por arte de magia, sino con esfuerzo. Y así fue como se abrió camino en la medicina, estudiando sin descanso y eligiendo la nefrología como su especialidad. La fascinación por el funcionamiento de los riñones y la posibilidad de mejorar la vida de los pacientes lo llevaron a esa rama de la medicina.

A sus 50 años, Guillermo es un médico incansable. Su agenda está siempre llena, sus días comienzan temprano en la clínica y terminan tarde en su consultorio. No le molesta el cansancio; al contrario, lo siente como una prueba de que su esfuerzo vale la pena. Pero si hay algo que le da verdadera felicidad, es su familia.

Cuando habla de sus hijos, Pedro y Nina, sus ojos se iluminan. Pedro, el mayor, es metódico y reflexivo, como su padre. Nina, en cambio, es pura energía, un torbellino de ocurrencias que ilumina la casa. Su nombre no fue elegido al azar: lleva el de la Nonna Sandina, como un homenaje a la mujer que había sembrado en la familia Pianttuti el amor por las raíces y la tradición.

Los fines de semana, Guillermo intenta compensar las largas horas de trabajo con momentos en familia. Los domingos por la tarde son sagrados: cocinan juntos, un ritual que heredó de su nonna. Hace la pasta casera con la receta que ella le enseñó cuando era niño y se ríe cuando Nina intenta imitar sus movimientos con las manos llenas de harina. En esos momentos, siente que la historia se repite, que las raíces italianas siguen vivas en su hogar, aunque el mar que separa Argentina de Italia sea inmenso.

A pesar de su dedicación a la medicina, Guillermo siempre ha sabido que la verdadera vida no está en los pasillos de la clínica, sino en los abrazos de sus hijos, en las historias que les cuenta antes de dormir, en los domingos de almuerzo familiar donde el aroma a salsa invade la casa. Es en esos momentos donde encuentra su verdadera misión: no solo salvar vidas, sino también cuidar la suya propia y la de aquellos que ama.

Tercera Parte: El primer encuentro

Los años no llegan solos. Con el tiempo, Mirtha Giovanolli había aprendido a aceptar las señales del cuerpo, los pequeños avisos que el espejo le devolvía cada mañana: las arrugas más profundas, la fatiga más temprana, las manos más delgadas pero igual de firmes. Sin embargo, nada la había preparado para el diagnóstico que le dieron aquel invierno. Sus riñones ya no trabajaban como antes. La única alternativa era la diálisis.

No fue una noticia fácil de aceptar. Durante meses, había sentido un cansancio que no lograba explicar, una sensación de pesadez que la acompañaba incluso en los días soleados. Se resistió al tratamiento al principio, pero pronto entendió que no era una elección. Si quería seguir compartiendo tardes con sus nietos, si quería seguir viendo crecer a su familia, debía adaptarse. Y así fue como, el 4 de enero de 2024, cruzó por primera vez la puerta de la Clínica de Hemodiálisis, un lugar desconocido hasta entonces, pero que pronto se convertiría en parte de su rutina.

Aquel lunes por la mañana, Guillermo Pianttuti revisaba la tablet con la lista de pacientes del día. Su jornada, como siempre, era intensa. Mientras sus colegas bebían café en la sala de descanso, él ya estaba de pie, recorriendo historias clínicas, analizando laboratorios y asegurándose de que cada paciente recibiera el mejor cuidado posible. Era un médico meticuloso, metódico, y aunque el trabajo lo consumía, jamás permitía que el cansancio interfiriera con su compromiso.

Pasó la vista por la lista de nombres hasta que uno de ellos lo hizo detenerse.

Mirtha Giovanolli.

Algo en ese apellido le resultó familiar. Al principio, lo atribuyó a su ascendencia italiana; después de todo, estaba acostumbrado a ver apellidos similares en la clínica. Pero una sensación extraña le recorrió el cuerpo. ¿Dónde había escuchado antes ese nombre?

Se tomó un instante antes de continuar su ronda. No era un hombre supersticioso, pero aquella mañana sintió que el destino jugaba una carta silenciosa. Como si, en algún rincón del tiempo, algo lo hubiese estado guiando hasta ese momento.

Cuando entró a la sala de diálisis y vio a Mirtha sentada en su sillón, con las manos cruzadas sobre el regazo y la mirada serena, entendió que esa no era una paciente más.

Cuarta Parte: El Encuentro Inolvidable

Desde el primer momento en que se vieron, algo en el aire cambió. No fue un simple encuentro entre médico y paciente, sino una conexión que parecía haber estado escrita en algún rincón del tiempo.

Guillermo revisaba la tablet, analizando con atención los datos de la historia clínica de Mirtha. Sus manos ya estaban entrenadas para recorrer la información de manera eficiente, pero su verdadero talento no estaba en la pantalla. Era un médico que miraba a los ojos, que se tomaba el tiempo para escuchar. Sabía que la tecnología era una aliada, una herramienta que le permitía enfocarse en lo realmente importante: el paciente. Tener toda la información a su alcance le permitía concentrarse en la persona, sin miedo a olvidar detalles vitales.

—¿Cómo te sentís, Mirtha? —preguntó con su tono sereno.

—Decime Tita, querido, que «Mirtha» suena muy formal —respondió ella con una sonrisa, apenas media hora después de haber comenzado la sesión.

Guillermo sonrió y anotó en la tablet: Paciente prefiere que la llamen Tita. Ese era su estilo: registrar no solo los datos clínicos, sino también los detalles humanos.

Entre preguntas sobre su salud y respuestas pausadas, la conversación tomó un rumbo inesperado.

—¿De dónde sos, Tita? —preguntó él, más por curiosidad que por protocolo.

—De un pueblito cerca de Catanzaro, en Italia —respondió ella con un suspiro, como si cada vez que mencionaba su tierra natal una parte de su corazón volviera a cruzar el océano.

Guillermo se quedó inmóvil.

—¿Catanzaro? —repitió, con un brillo repentino en los ojos.

—Sí, Catanzaro. ¿Lo conocés?

Guillermo tragó saliva y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era solo un nombre en un mapa. Catanzaro era la ciudad de Sandina, su nonna, la mujer cuyo nombre llevaba su hija, Nina.

—Mi abuela nació ahí —susurró, sin poder disimular su asombro.

Mirtha lo miró con la misma expresión de sorpresa. De pronto, aquella sala de diálisis, con sus máquinas, sus ruidos constantes y su luz blanca e impersonal, se convirtió en algo más íntimo. Se sintieron en casa, unidos por una historia que hasta ese momento desconocían.

A partir de ahí, el tiempo dejó de existir. Guillermo, que siempre pasaba de un paciente a otro con la precisión de un relojero, esa mañana se quedó sentado junto a Tita. Las cuatro horas de diálisis transcurrieron entre recuerdos, anécdotas y coincidencias que parecían demasiado perfectas para ser casualidad.

Mientras el enfermero registraba la evolución de la sesión, Guillermo insistió en tomar la tablet y hacerlo él mismo. No quería perderse nada, ni de la historia clínica ni de la vida de Tita. Anotaba cada dato médico con meticulosidad, pero en su mente se quedaban grabadas las palabras de ella, los gestos, las pausas cargadas de emoción.

Con el paso de los minutos, Mirtha dejó de ver en él solo a un médico. En sus gestos, en su manera de escucharla, en el tono con el que le hacía preguntas, vio reflejado a su hijo Marcos. El mismo Marcos que ahora vivía en Barcelona.

Guillermo, por su parte, veía en Tita un reflejo de Sandina, su nonna. No solo por su acento italiano que se mantenía firme a pesar de los años en Argentina, sino por su forma de narrar, por la calidez de su voz, por el amor con el que hablaba de su familia.

Cuando la sesión terminó, Guillermo sintió que no había sido solo un día más en la clínica. Había sido un reencuentro con su propia historia, con sus raíces.

Y en el corazón de Mirtha, un nuevo lazo había nacido.

Quinta Parte: Un año después

El día que conoció a Mirtha Giovanolli, o mejor dicho, a Tita, Guillermo Pianttuti supo que algo en su vida había cambiado. Esa noche, cuando llegó a su casa, lo primero que hizo fue contárselo a su familia.

—No van a creer esto —dijo, todavía con los ojos encendidos por la emoción.

Mientras servía la cena, su esposa lo miró con una sonrisa, acostumbrada a sus historias de la clínica. Pero esta vez, Guillermo no hablaba solo de medicina, sino de algo más profundo.

—Catanzaro —susurró Nina, fascinada, mientras lo escuchaba.

—Sí, Catanzaro. La ciudad de la nonna, y ahora también la ciudad de Tita.

Nina lo miró con una mezcla de sorpresa y ternura. Desde chica había escuchado las historias de su bisabuela, había visto fotos viejas y había aprendido a hacer pasta con la misma receta que había viajado generaciones. Ahora, una mujer con ese mismo origen, con ese mismo amor por la vida, formaba parte del mundo de su padre.

Aquella noche, Guillermo casi no durmió. Se levantó de la cama, agarró su cuaderno y abrió Eira, el software donde llevaba las historias clínicas de sus pacientes. Buscó el nombre de Mirtha y revisó todo: antecedentes, tratamientos, evolución. Analizó qué días iba a diálisis, qué horarios tenía, cómo evolucionaba su salud.

Nada le impidió estar presente en cada sesión. Muchos días, apenas llegaba a la clínica, se pasaba las horas sentado junto al sillón de diálisis de Tita. Anotaba cada detalle meticulosamente en la tablet, pero lo que más atesoraba eran los recuerdos que guardaba en su cabeza.

Ni siquiera cuando tuvo que ausentarse dos semanas por vacaciones o aquel congreso en Estados Unidos dejó de pensar en ella. Cada lunes, miércoles y viernes, entraba temprano a Eira para confirmar que Tita estuviera entre los pacientes del día. Y cinco horas después, revisaba que su estado pasara a Pacientes Atendidos. Leía con atención la evolución de la sesión y el parte del médico de guardia.

Un día, mientras revisaba los registros, algo le llamó la atención. Entre las notas internas, encontró un comentario que le arrancó una sonrisa.

«Tita dice que Guillermo es como su hijo, cuando habla de él se la ve contenta.»

No supo explicarlo, pero sintió un calor en el pecho, para él ella era una abuela. No era solo un médico siguiendo la evolución de una paciente. Era alguien que, sin darse cuenta, se había convertido en una parte importante de su vida.


El domingo 25 de enero, la casa de los Pianttuti era un hervidero. El calor del verano argentino se hacía sentir, pero en la cocina, la temperatura era aún más alta.

El agua estaba a punto para tirar los fideos, la salsa burbujeaba en la hornalla, llenando el aire con el aroma inconfundible del tomate y la albahaca fresca. Pero lo más importante no era la comida, sino quienes estaban allí.

Desde hacía dos horas, Guillermo y Tita amasaban juntos. Sus manos, con décadas de diferencia, trabajaban en perfecta armonía, como si siempre hubieran estado destinadas a compartir ese momento. En el parque, bajo supervisión de Marina (la esposa de Guillermo) que disfrutaba de una tarde de sol, corrían Nina y Pedro, junto con Pipe y Lolo, los dos nietos de Tita que había traído con ella.

Cuando finalmente se sentaron a la mesa, el bullicio se detuvo solo por un segundo, ese instante en que todos observan el plato frente a ellos, listos para compartir.

Para Guillermo, fue como volver a su infancia. Como si el tiempo hubiese retrocedido y él estuviera otra vez en la casa de la nonna, con el aroma de la pasta recién hecha y el murmullo de las conversaciones en italiano flotando en el aire.

Para Tita, en cambio, fue alargar la vida. Fue sentir que, a pesar de todo, el tiempo le regalaba algo más: una familia que nunca había imaginado, un lazo que nació en la clínica pero que ahora se fortalecía entre risas, harina en las manos y el sonido de niños corriendo en el jardín.

Cuando Guillermo levantó la copa para hacer un brindis improvisado, miró a Tita y sonrió.

—Por la vida, Tita.

Ella le devolvió la sonrisa, con los ojos llenos de emoción.

—Por la vida, dottore.

Y así, entre fideos caseros, nietos jugando y el eco de Catanzaro en cada historia compartida, la vida les regaló un instante eterno.

Fin.

Esta historia está basada en hechos reales.

En febrero lanzamos el módulo de Sala de Diálisis en Eira. Un módulo diseñado para la gestión integral de salas de diálisis, pensado para médicos y técnicos, que permite:

Acceder en tiempo real a la historia clínica del paciente, con información completa sobre su tratamiento, evolución y antecedentes.
Registrar la evolución de la sesión directamente desde una cualquier dispositivo, con datos detallados sobre cada paso del procedimiento.
Consultar horarios y planificación de sesiones de diálisis, garantizando un seguimiento preciso de cada paciente.
Facilitar la comunicación entre médicos y enfermeros, asegurando que cada detalle del tratamiento quede registrado.
Analizar tendencias y proyecciones de salud de los pacientes, permitiendo una toma de decisiones informada.
Humanizar el cuidado, porque la tecnología no reemplaza al médico, sino que le da más tiempo para escuchar, mirar a los ojos y acompañar a cada paciente en su tratamiento.

Y, entre tantas cosas, para que Guille cuide a Tita. ❤️

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